Llevaba quince años veraneando en La Manga del Mar Menor y podía decir, como le confesaron a Harrison Ford en Blade Runner, que he visto cosas increíbles. He conocido el horror de las tardes sin duchas porque el agua no tenía presión, los interminables atascos de los viernes, de los sábados y de los domingos, he sufrido los alaridos de un alienígena de sandalias y calcetines negros con riñonera desgañitándose ante un karaoke del Cayo Coco más allá de la medianoche, y he mancillado el buen nombre de esta tierra y de su consistorio un atardecer de julio mientras la fetidez del aire del Canal de Marchamalo inundaba toda la urbanización. Pero hace unos días he visto algo inusual: un empleado de la limpieza haciendo lo propio.
Mi cuñado y yo manteníamos un largo litigio sobre este asunto, pero por fin pude dar a conocer al mundo la gran noticia de su existencia. Sin embargo, vista la suciedad que el viento arrinconaba en las calles, el extenso sarpullido de chicles, las obras municipales tan anárquicas y ausentes de información que parecían clandestinas y, en definitiva, la falta de eficacia en los servicios, la gran noticia de aquellos días me supo a poco: entonces quedé convencido que aquel empleado municipal era el único de su especie.
Algún político local llegó a argüir que eso era exagerado, pero yo les puse una trampa. Se trataba de un cartón de leche abandonado desde hacía más de dos semanas y del que, porqué no confesarlo, me había encariñado.
Lo reconozco, me dejé arrastrar por el revisionismo y la mala leche, después lo pegué al suelo. Así evitaba que el viento lo arrastrase hacia el mar, aunque estaba convencido de que el año que siguiente, aquel cartón seguirá acompañándome mientras contemplaba las estrellas. Acaso después de otro año, podría disfrutar de la compañía también de algún otro tetrabrik como manifestación última de la invasión de los replicantes.
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